Excursionistas de Belgrano (Memorias del encierro)

        


Entre ida y vuelta caminé casi cuatro kilómetros, la primera vez, con el barbijo, spotify en los auriculares y una bolsa de compras colgada del brazo ya que están permitidas las salidas para ir al supermercado. Antes, había hecho trote en el lugar, cada pie cayendo sobre su propia marca una y otra vez, en el balcón durante casi una hora, también con spotify en los auriculares: cumbia, los wawancó, alegría y alegrío. Enfrente, en su propio balcón, que debe medir unos cincuenta metros porque da la vuelta a la esquina y sigue del otro lado, caminaba ligerito un rico y famoso que descubrí hace poco que vive ahí. Y después anduvo en monopatín con su hijita, cada uno en el suyo.

Toda la mañana había habido estado claro y despejado, pero se nubló cuando salí, después de comer al mediodía. Igual fui por la vereda del sol con las calzas arremangadas (raro hablar de mangas cuando se trata de piernas) por encima de las pantorrillas. Cuando volví encontré en el diario una nota que decía que unos investigadores ingleses descubrieron que la muerte por Coronavirus se relaciona con un déficit de vitamina D. Mis valores vienen bastante bien en ese renglón de los estudios de laboratorio. Tomé suplementos hace un par de meses parra reforzar.

Dudé un poco al salir, pero al final decidí caminar por la ruta —parte de ella, un kilómetro y medio- que hago cuando corro. Tengo marcada esa distancia por un arbolito que yo llamo espino pero que vaya a saber qué es. A las pocas cuadras me crucé con un patrullero. Me sentí Emma Peel. O la 99. O Rosa Luxemburgo. Practiqué mis respuestas. “Voy al Coto pasando la Avenida Congreso.” ¿Por qué tan lejos? "Hay ofertas y tengo el carné de Comunidad Coto” “Si quiere lléveme presa. Ya me va a sacar Zaffaroni. Donde hay una necesidad existe un derecho. Viva Perón”. También me crucé con parejas que caminaban sin siquiera la bolsa del super para disimular, con mucha gente que llevaba una tan desinflada como la mía, con unas nenas disfrazadas de princesas y con barbijo negro, con un padre que había puesto a un casi bebé en el asiento de la bicicleta mientras la sostenía y la empujaba al mismo tiempo, y con otro que tenía en brazos a su hijita con el torso descubierto seguramente para que tomara sol. Otra vez lo de la vitamina D. Pasé por varios bares que ofrecían "delivery or take away” -unauthorized! habría que agregar- con “precios promocionales” y "descuento por pago en efectivo". En la esquina de la librería donde siempre iba a imprimir documentos que mandaba previamente por mail, vi que estaban desarmando el local: la mercadería estaba en cajas en el piso; los estantes, vacíos; en la puerta, un auto donde cargaban todo. Primera puñalada.

La segunda fue la vista de un ombú muy grande que está en el inicio de mi camino por el boulevard de la avenida Goyeneche. Odio el nombre de la avenida Goyeneche. El árbol estaba enfermo. Lo había notado un tiempo atrás. Lo encontré talado, las ramas amputadas, ni una hoja verde, ni un brote. Parecía un cuerpo sin brazos, un esclavo de Miguel Ángel, puro torso. Me acerqué a tocarlo, a mirar los muñones. Me pareció que está muerto, seco, leñoso. Todo.

Hacía frío en la siguiente salida. Me puse calzas a media pantorrilla pero tuve que llevar abrigo. Elegí un camperón que hace mucho no usaba para poder rociarlo con desinfectante a la vuelta sin miedo a que se arruinara. Es de un color llamativo, casi fucsia. Yo era otra cuando lo compré. Lo estrené en una primera cita con un señor casado. “¡Ah, discreta! Para que no nos miren”, me dijo. Bueno, hermano, agradecé que estoy aquí, debería haberle contestado. Llevé la bolsa desinflada esta vez también y de nuevo enfilé para el espino del kilómetro y medio. Tengo decidido que voy a completar los diez mil pasos diarios entre estas caminatas y los cuarenta minutos en el balcón. Ya había cumplido esa rutina a la mañana. Alguien había posteado temprano un videíto de unos bailarines a la gorra en Atenas haciendo la danza de Zorba. Pensé que eran truchos como los compadritos de Florida y Lavalle que hacen todos los días un espectáculo de tango detestable. Pero, igual, me acordé de mis hermanos en alguna fiesta queriendo imitar la escena de Anthony Quinn y Alan Bates y me puse esa música para trotar, cada pie sobre su propia marca. Terminé bailando, queriendo bailar. Lloré un poco también.

Como introducción a uno de los temas, Zorba, maestro iluminado de los placeres de la vida, le dice al impedido emocional de Basil: “If a woman sleeps alone it puts a shame on all men. God has a very big heart, but there is one sin He will not forgive. If a woman calls a man to her bed and he will not go.” Mandatos machistas eran los de antes.

Lo de salir y caminar por el barrio -porque por aquí hay tan poca gente en la calle que me siento totalmente fuera de peligro- me dio una idea que no entiendo por qué no se me ocurrió antes. Pablo y Mechi, mi hijo mayor y su mujer, alquilan una casa que queda a algo más de dos kilómetros. Lo chequeé en el mapa. Podríamos encontrarnos en la calle, a mitad de camino.. Él llegó hace dos meses al país y todavía no pude ver.lo Somos, éramos, muy disciplinados. Lo dije así medio jajajá en el grupo del wasap familiar con los chicos para sondear la reacción. Cero censura. I got it! 

Y podría hacer lo mismo con Fran, el más chico, que vive a cinco kilómetros. Lo de Pablo queda justo en el medio. Podríamos encontrarnos los tres.  A Pablo se le alegraron los ojos arriba del barbijo cuando se lo propuse casi al despedirnos, después de habernos encontrado finalmente. Nos habíamos saludado con el codito y habíamos caminado conversando un rato entre embajadas, casas Tudor y edificios racionalistas por Belgrano R. “Hagamos esto seguido”. Ariel, el del medio, está lejos. Pero puedo caminar veinte mil pasos algún día. 

Aun bajo tortura diré que salí para ir al supermercado.


(Mayo 2020)


Actualización: Una mañana de esta semana vi cómo talaban lo talado de aquel árbol de Goyeneche y Congreso.

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