Mi padre, una introducción

 

I- 

Pensé en escribir un retrato de mi padre, como Buddy escribe el de Seymour. Sería un remedo de ése y una corrección del (o de los, porque creo que he hecho más de uno) que escribí como tarea escolar. ¿Debería empezar también por regalar al lector un ramillete de paréntesis? (((( )))). Entiendo que Salinger entró en el clásico debate entre “worthwhile versus overrated”, como acabo de leer en un artículo que busqué para documentarme porque esto no se hace solo ni así nomás. Encontré esa observación cuando en realidad buscaba una referencia sobre algo que escuché relacionado con que el cuento (¿es un cuento, permítaseme este paréntesis temprano, o no tiene esa categoría?): que muchos lo tomaron como un texto de autoayuda para escritores. No encuentro la cita. Entiendo que la afirmación se relaciona con el hecho de que el narrador pone en boca de su hermano consejos tales como “escribe lo que te gustaría leer” o “me gustaría que allí brillaran todas tus estrellas.” Tengo que buscar las frases para entrecomillarlas o bastará que las glose, me pregunto. La respuesta que podrían darme llegará tarde.


Buscaba la cita sobre eso de la autoayuda porque me podía dar pie a alguna digresión sobre… Me interrumpo un momento. El corrector automático me cambió “disgresión” por “digresión”. Parece que “disgresión” está mal. Me dice cierta página en la web que “una digresión (del latín digresso, -nis, apartarse) es el efecto de romper el hilo del discurso con un cambio de tema intencionado”. La RAE la define casi igual: “Acción y efecto de romper el hilo del discurso y de introducir en él cosas que no tengan aparente relación directa con el asunto principal.”

Retomo el hilo del asunto aunque no del asunto principal, el retrato de mi padre, ni del secundario, Salinger y el cuento, sino del asunto “autoayuda”. La digresión estaba relacionada con el valor de este género entre literario y de divulgación y el estilo que usó en ese cuento y que elegí copiar. No estoy tan en contra del género como se podría suponer. Y ya que hablamos de mi papá no creo que él tampoco lo estuviera. O sí. Dudo. Cualquier libro merecía su curiosidad y le inspiraba respeto. Pero era –si así podemos decirlo de alguien que no se dedica a la ciencia—un positivista. Eso era un insulto en la época en que yo estudiaba Psicología. Y en la época en que Salinger escribió Seymour, una introducción. Lo era en los ambientes de la crítica literaria que se colgaba del psicoanálisis, una disciplina que también podría merecer el debate “worthwhile versus overrated”. Ya saben mi respuesta. La pongo negro sobre blanco, por si acaso alguien duda: ”overrated”. Papá era positivista y materialista dialéctico. Eso decía él. A propósito del positivismo, contaba él que había estado preso unos días con Mario Bunge. “Era un cajetilla”, me dijo. Le llevaban cigarrillos de los buenos a la cárcel pero los camaradas colectivizaban todo y le fumaban los puchos caros. El grupo se había constituido como una célula temporaria y papá había quedado como responsable. Arengaba. “El gobierno nos encarcela porque es débil” fue el argumento de arranque. Cuando los liberaron dijo: “El gobierno nos deja salir porque es débil”. “¿Cuándo es débil el gobierno, Rafael, cuando nos encarcela o cuando nos deja salir?”, lo enfrentó Bunge, el positivista argentino por antonomasia. Mi papá se reía cuando lo contaba.

Para volver a la autoayuda, me parece un género demasiado maltratado por los estructuralistas, los psicoanalistas supérstites y otros guardianes de la ciencia vera -que por otro lado es humanista y no mide (¿para no estigmatizar, será?)— y que de ninguna manera hay que confundir con la de los investigadores que hacen experimentos, miden y publican papers. Yo debo confesar que uno de mis “guilty pleasures” es ir a las librerías grandes con sillones o con sector de cafetería y separar una pila de libros de autoayuda para hojearlos o leerlos de a saltos. De vez en cuando, compro alguno. Las otras novedades las reviso de parada. 

Ya que hablamos de libros, es un buen momento para decir que papá leía mucho y tenía cierto apego un poco fetichista por el papel impreso. Cuando tuvimos que desarmar su departamento encontramos en un placard dos colecciones de las obras completas de Lenin de cuarenta y tres tomos cada una y tres El Capital de Marx. Tenía, quiero decir, libros repetidos aunque nosotros ya le habíamos ido depilando los estantes en los últimos años. Muchas veces se paraba frente a la biblioteca y decía “acá falta un libro”. Tenía razón en general y lo veía aunque hubiéramos movido todos los volúmenes un poco para tapar el hueco.


II

Retomo esto cuatro días después. Ahora es jueves al mediodía y estoy en la peluquería. Lo anterior fue escrito el domingo a la hora de la siesta y, para decir la verdad, habría querido dormir pero me dije que escribir es algo que me gusta. Entonces me obligué a hacer lo que me gusta en lugar de dormir que, sin embargo, también me gusta. Lo que no me gusta de dormir es despertarme. Ahora, decía, estoy en la peluquería. Hace casi treinta años que vengo aquí cada dos meses, digamos. Me cambió la vida esta peluquería. No es ahora el momento de contar toda esa historia pero aprovecho el pie para volver a mi padre. Era muy coqueto. Tenía una tijera de peluquero que usaba para recortarse el bigote y los pelos de la nariz. (Qué problema para los hombres los pelos de la nariz.) Me guardé yo la tijera cuando desarmamos el departamento. 


Me propongo seguir. Quiero terminar esto, avanzar un poco mientras espero mi turno, quiero ver si puedo hablar sobre mi padre y que se entienda. Había una película española del post franquismo en la que se nombraba a la “aristocracia roja”. Creo que la película era “Solos en madrugada”. Bueno, no querría que esto parezca una proclama sobre que tengo sangre azul de la izquierda, ahora que la izquierda está de moda. O estuvo. O vuelve a estar. Ya no sé. Tampoco querría ser una de esas chicas (ojalá fuera una chica) que se adorna con la joya de oro bajo de ser del conurbano. Soy del conurbano. De un conurbano que no es éste, que no es el de estos días, y que ni siquiera se llamaba así. Papá era de San Martín, hijo de italianos inmigrantes que llegaron unos meses antes de que él naciera. Y yo nací en la Sardá, en Capital Federal, pero me crié en Ciudadela y San Martín. Y de nuevo en Ciudadela. Y después en Capital, en domicilios ilegales. Eso cuando Onganía. Y así de ahí en adelante hasta que me casé. El casamiento fue un alivio. Poder dar mi dirección fue un alivio. 


El otro día una compañera de la secundaria que ahora es mi cosmiatra y me hace peelings, radiofrecuencia y esas cosas me dijo: “vos eras una antisocial en el colegio”. Antisocial me suena a psicópata. No era una psicópata pero no me relacionaba demasiado con mis compañeros. Vivía lejísimos de todos. Había empezado la secundaria en el Normal de San Justo pero cuando fue el golpe del ’66 nos mudamos de Ciudadela a Devoto. Yo no me quise cambiar de escuela. En la primaria había pasado por cuatro colegios diferentes con el tema de la muerte de mi mamá y mis mudanzas a lo de la tía y de vuelta a casa. Seguí en San Justo. Me sentía horriblemente fea. No tenía ropa como la gente, como la que la gente usaba. Ni zapatos, ni cartera. No podía decir dónde vivía y tampoco invitar a nadie a casa. No tenía televisor porque era “un instrumento de dominación ideológica”. Lo único que tenía eran libros, muchos. 


Bueno, mi padre tuvo que ver con todo eso. Así que no quiero hacer un retrato romántico o apologético de él. En algunos sentidos fue el mejor padre. En otros, no sé. Fue terriblemente fiel a sus convicciones. Creo que no pensaba en las consecuencias. Decía, por ejemplo, que nunca había hecho horas extras porque eso era sacarle trabajo a otros. “Que tomen más empleados”, decía. Es bueno crecer donde los principios no se negocian, escuchando cosas altruistas, compromisos solidarios. Pero faltaba dinero, plata para llegar a fin de mes. Iba a decir que también faltaba apertura en las ideas pero eso no es cierto. Era bastante irreverente. Y curioso. Leía de todo incluso pavadas como los diálogos de María Belén y Alejandra, de Landrú, en Tía Vicenta Y eso no sólo porque le causaban gracia sino porque quería saber cómo hablaban en Barrio Norte y qué estaba “in” y qué estaba “out”. Era coqueto, ya lo dije, y manejar esos códigos era una forma de coquetería. Y le gustaba Borges aunque eso no estaba bien visto cuando la grieta Florida-Boedo se había prolongado en Sábato-Borges. Respetaba el “centralismo democrático” del partido, del PC, pero criticaba a los “dogmáticos”. Hablaba de la moral revolucionaria pero tenía opiniones bastante liberales sobre el comportamiento de la gente. En casa no se criticaba al prójimo o, por lo menos, no circulaban chismes barriales ni familiares. Había, sí, un tono ácido. Siempre.


III

Saqué de la biblioteca una libro de Lorrie Moore. “Es más de lo que puedo decir de cierta gente” es el título. En la edición original era “Pájaros de América”.  En la primera página de cortesía tiene un par de párrafos manuscritos. "En la sala de espera de terapia intensiva, todos somos como padres primerizos o como tías viejas, según el caso, según el momento. Con entusiasmo de primerizos contamos una y otra vez las mejores anécdotas de nuestro familiar enfermo, las que creemos que reflejan sus rasgos de personalidad. Todas son virtudes, incluso los defectos. También nos vamos perfeccionando en el relato de los padecimientos y los síntomas que terminaron en esa internación y en la actualización diaria de las medidas terapéuticas y de los procedimientos diagnósticos. Son los momentos en que nos convertimos en tías viejas." Lo escribí cuando papá estaba internado, a fines de 1999. No llegó a ver el siglo nuevo. Era algo que quería. Tenía cierta expectativa sobre ese momento. 


Faltan muchas cosas. ¿Cómo decirlo todo? En la escuela nos enseñaron que había un retrato físico y un retrato moral. Falta el físico. Estatura, complexión, manos, cabeza (tenía una cabeza muy linda), pelo, nariz y todo eso. Cuando era chica, en una de esas redacciones escolares, puse que tenía nariz aguileña y cutis cetrino. Había leído que San Martín tenía nariz aguileña y cutis cetrino. Me pareció enseguida que eso aplicaba perfectamente a mi papá. Pero no, no. Lo de la nariz merece todo un párrafo. La nariz, las asimetrías y cómo las reflejan invertidas los espejos. Ya llegaré. Ahora no quiero olvidarme de esto. Hace un tiempo encontré una foto carnet de él. La puse en la billetera. Un día, vi que la vendedora de un negocio la miraba con disimulo mientras yo esperaba que me devolviera la tarjeta de crédito. Y me di cuenta de que el hombre que la chica veía era un hombre de mi edad. Él entonces y yo ahora andamos por la misma década. La empleada jamás podría haber deducido que era mi padre. Ya no hay la brecha que se supone entre un padre y su hija. Él en ese momento y yo ahora nos acercamos al punto de llegada, al punto donde se detiene el tiempo. 


En otra foto, que recordé hoy, está con traje, camisa blanca y corbata oscura de cuerpo entero, mirando a cámara medio sonriendo, el diario doblado bajo un brazo y la mano contraria en el bolsillo. Está muy pintón. Era un compadrito, no al estilo de los compadritos cuchilleros de Borges sino de los pibes que se trajeaban para ir a bailar el tango. Él bailaba el tango. Me contó que había ido a escuchar a Gardel a un local en Caseros. Saqué cuentas hoy. Debía tener veintuno o veintidós años. Me lo contó una tarde rarísima en que fuimos a ver “El día que me quieras” al Gran Liniers. Es en esa película en la que Gardel se describe, describe a su personaje, como “guitarrero y cantor a ratos perdidos". Canta ahí “sus ojos se cerraron, el mundo sigue andando” cuando muere su mujer, Margarita. La hija lo mira. También se llama Margarita. Yo veía la escena y pensaba que mi papá podría haber sufrido así, como Gardel en blanco y negro. Y que yo había sido como esa nena que miraba y no entendía bien lo que pasaba. En la historia la chica crece y acompaña en las giras a su padre que se convierte en un artista famoso en todo el mundo. Ella es igual a la madre. Los dos papeles los hace la misma actriz, ni siquiera hay que aclararlo. 



IV

Acababa de llegar a la quinta. Era 20 de diciembre a la noche tarde. Había sido un día largo y cansador, repartido entre el trabajo y el sanatorio. Me llamó mi hermano menor. 

-¿Qué pasa?

-…

-Decime, ¿pasó algo?

-Papá se murió. Recién me avisaron.

-¿Estaba solo?

-Sí.


Agosto de 2019

(En la foto: mi padre y mi madre en su luna de miel, en Luján)

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