El tren de la revolución

 




El chapa M 26 estaba en el andén hacia Retiro cuando llegué hasta el túnel que pasa por debajo de la vía, en el camino al boulevard por donde corro. “El asalto al Moncada” pensé mientras bajaba trotando por la explanada al costado de la escalera y aprovechaba un poco de sombra. Era verano y el sol ya estaba alto. M 26 también era el nombre de una organización revolucionaria. Fidel. “La historia me absolverá.” La estatua del Che en Santa Clara, en el punto más alto de un cerro, de espaldas al sendero por donde se llega para verlo a contraluz en guardia, con el fusil sostenido la derecha en la culata y la izquierda en el cañón cruzado sobre el pecho. Esa es la imagen aunque pueda que no sea así. ¿Era Santa Clara? La entrañable transparencia. 
En mi recorrido me crucé con Mussolini, un tipo corpulento con la cabeza rapada que se suena los mocos al viento; con Gramsci, de piel aceituna con el pelo aleonado y anteojos redondos por los que mira adelante, a lo lejos; y con la jefa de tocogineco de algún hospital, un poco parecida a la Reina Roja de Alicia. Los veo casi todas las mañanas. Ninguno de ellos trota. Caminan apurados, Mussolini con las piernas separadas como si tuviera los genitales paspados. Hay otros: la pareja de flacos, la chica de rulos y ropa floja que vota a CFK, el dueño del Weimaraner con la pata vendada, la gorda que sale por prescripción médica, que lleva auriculares tipo vincha y fuma; el jamaiquino con rastas. Le invento historias a cada uno, me imagino cosas y sigo con lo mío.
Tres horas después del entrenamiento de la mañana, volví a la estación, bañada y perfumada como de domingo pero para ir a trabajar. De nuevo llegó el chapa M 26 al andén hacia Retiro. ¡Cómo no festejar la coincidencia! Esas pavadas me alegran la vida. Desde ese día empecé a prestarle atención al número de las formaciones y a esperar al tren del Moncada. Esas pavadas me entretienen también.

Virrey del Pino 1810. Era la dirección de la embajada de Cuba. A fines de los '70 me la había aprendido por si acaso. Alguien me dijo que si me pasaba algo tenía que ir ahí a pedir ayuda, refugio, asilo, no sé. Unos años después –parecían muchos entonces y son nada vistos desde acá--  conocimos al embajador. ¿Díaz? La mujer se llamaba Xiomara. 
Nos dieron la visa en una hoja suelta para que en el pasaporte no quedara registrado el paso por el país. Todavía le teníamos miedo a los servicios. Todo parece ridículo ahora. Era el verano de 1985. Llevamos cuatrocientos dólares para todos los gastos del viaje que incluía también unos días en México para visitar a una amiga. Fuimos con Pablito que tenía dos años y medio. No había vuelos a Cuba desde acá. Pasamos la noche en el aeropuerto de Lima para hacer una conexión hasta Panamá.  Allí estuvimos unas cuantas horas también. Mientas dábamos vueltas esperando para abordar, le compramos un juguete al nene. Era un tubo de acrílico lleno de agua, con unos delfines y unos aros de colores. Al apretar un botón en la base, se producía un movimiento en el líquido que hacía que los anillos saltaran. Había que tratar de que, al bajar, quedaran enganchados en la trompa de los delfines. El “jueguito de agua” duró años en la familia. Lo usaron los tres chicos. En aquellos días en La Habana era algo que maravillaba a las camareras y mozos cubanos que lo veían en la mesa del desayuno o en el lobby del hotel. No entendían qué era. Se acercaban a preguntar. Les ofrecíamos que probaran unos tiritos.
Nos fue a buscar al aeropuerto José Martí un auto oficial con un chofer medio chiflado. Tuvimos varios incidentes. El primero fue en el camino hacia la ciudad. Se exasperó con un camión que iba despacio por la ruta y no le daba paso. Cuando pudo adelantársele, sacó el brazo por la ventanilla y le gritó al conductor: “¿No ves que atrasas el tren de la Revolución?” 
La nuestra era una visita oficial con todas las actividades programadas y en los lugares a los que íbamos nos recibían formalmente. Esperaban a “la delegación argentina”. Se decepcionaban un poco, creo, cuando del auto bajábamos mi marido y yo con el nene a upa. Tuvimos visitas a fábricas, sedes partidarias, centros de pioneros, lugares donde la Revolución había dejado su marca, como el mausoleo del Che y la Plaza de la Revolución donde estaba la famosa imagen de la foto que hizo Corda, recortada en hierro y montada sobre una pared de fondo. ¡Y el Moncada! Fuimos al Moncada. Hubo algo especial para cada uno. Para el verdadero invitado, periodista, una reunión con alguien del Granma. Para mí, una mañana en el  hospital psiquiátrico de La Habana. Y para Pablo una visita a un parque de diversiones. Se bajó de la calesita aterrorizado. “¿Qué le pasó a ese nene? ¿Por qué está todo así?” Era la primera vez que veía a un chico negro. 

Pedimos ir a la finca El Vigía, donde vivió Hemingway. Me emocionó ver todo eso. Me impresionó la tumba de los perros, cerca de la pileta. “El tipo hacía todo a lo grande”, pensé. O dije. Ahora me parece que ese solo detalle bastaría para sospechar que quizá fuera bipolar.
La casa es una planta cuadrada sobre una especie de terraplén elevado en el jardín salvaje, sombrío y añoso. Tiene ventanas grandes en todo el perímetro, en todos los ambientes incluyendo el baño. El recorrido consiste en asomarse desde afuera a esa intimidad congelada. Todo me parecía deslumbrante al espiar esa vida entre frívola y heroica. Recuerdo un dibujo de Picasso en el living. Claro, eran amigos. No sé si a esa altura yo había visto en vivo alguna otra obra de Picasso. Está la máquina de escribir en un estante exclusivo para eso, en un pasillito, de espaldas al parque. O así lo recuerdo yo. El tipo escribía parado ahí. Creo que hay unas pantuflas al pie de la cama. Y una biblioteca y un revistero en el baño, al lado del inodoro. Deslumbrante la idea. Alguna vez la consideré para mi casa. También hay una balanza y  las anotaciones en lápiz en la pared, donde se ve o se vería si uno alcanzara a leer de lejos, el registro diario y cómo fue perdiendo peso por la enfermedad. 
Yo creía que Hemingway había tenido cáncer y que por eso se había matado. En estos días estuve leyendo una novela muy documentada de Padura y parece que no y que, sobre todo, estaba loco. O el FBI quiso que lo creyéramos. Ahora me enteré de que había tenido internaciones psiquiátricas, crisis depresivas, electroshocks , antes de pegarse un tiro en el paladar.

Hablé por wasap con mi ex
-Cuando fuimos a la finca El Vigía ¿tuvimos un guía? ¿Fuimos con el chofer loco?
-No sé si con el loco o el joven que nos llevó a la Diplotienda. Aunque no sé si fuimos con guía. Creo que había una mujer ahí, que nos dijo algo pero no mucho.
-Del joven no me acuerdo. Ni de la Diplotienda. ¿Qué es la Diplotienda?
-El lugar donde compramos la camperita y el ron para el chofer.
-Ron para el chofer? ¡Qué locura! No me acuerdo. Pablo todavía usa esa campera que no es más negra. Se puso verde.
-Si. La vi. Resultó buena.
-Duró más que el socialismo, que ya no existe. Estoy leyendo un libro de un tipo que se llama Padura que habla sobre la finca El Vigía. Casi todo pasa ahí. Es una especie de policial con Hemingway como centro.
-El autor de "El hombre que amaba a los perros”. ¿Cómo se llama la novela?
-Adiós, Hemingway.
-Adiós.
-Jajaja, ¡adiós!
La Diplotienda, hice memoria, era un negocio al que sólo podíamos ir los extranjeros. Allí se conseguían cosas importadas o artículos locales de exportación, inaccesibles para los cubanos, como el ron que compramos para el chofer. Yo había viajado sin abrigo porque pensé que nunca hacía frío en La Habana. Me compré la campera negra, que se volvió verde, con algo de los cuatrocientos dólares. La usé mucho. Después se la apropió Pablito. Ahora, descolorida por mil lavados, pasea por New York con Pablito que tiene treinta y seis. Al final, tiramos el jueguito de agua porque el acrílico se había rajado y se escapaba el líquido. 
Esta tarde venía pensando en escribir todo esto. La novela de Padura me puso a recordar y le dio un poco más de encanto a su texto, una especie de policial, entretenido pero soso como uno de Agatha Christie. 

Iba a terminar diciendo que el tren de la Revolución ya no corre porque había dejado de ver al chapa M 26 pero llegué a Retiro justo para tomar el de las 19:52 y lo vi ahí, en el andén de la línea Mitre-León Suárez, esperándome para volver a casa. Quizá no anduvo en el verano por los cambios de horario y las obras del viaducto que inauguraron el otro fin de semana. Vaya a saber. Una más de esas pavadas que me alegran la vida. 

(Mayo de 2019)
PS: Busqué la foto del monumento al Che en Santa Clara. No era como yo lo recordaba sino como ustedes lo ven.

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