La navaja de Ockham


No sé si ya lo dije alguna vez. Me repito. Como una vieja o porque vieja. Los chicos me lo hacen notar cada vez que nos vemos. Así que quizá ya haya contado esto: robo flores y ramas verdes. Hablo de robar flores y me acuerdo del Turco Asís. Tengo el recuerdo de cuando leía y corregía su primera novela en el Taller De Lellis: Don Abdel Zalim (el Burlador de Domínico). Yo no escribía; entraba de colada, con mi hermano. Después íbamos a comer al centro. “El centro” es un concepto que me parece que ha dejado de existir en Buenos Aires. Podría recordar otras varias historias que ya debo haber contado también, como cuando vino Cortázar y uno del taller consiguió un encuentro a solas. Dejemos eso.

El Turco tiene otro libro: Flores robadas en los jardines de Quilmes. Por eso me acordé. Yo no robo en Quilmes. Lo hago aquí, por el barrio, de las plantas que caen sobre las rejas de los jardines hacia la calle. Robo con códigos: sólo lo que queda del lado de afuera, en el espacio púbico, digamos. Y también me traigo cosas de algunos canteros que rodean a los árboles, en la vereda. Hay un cactus enorme, por ejemplo, acá cerca, bajo un tilo, llegando a la estación de tren. Florece a fines de la primavera. El año pasado corté varios gajos llenos de botones coloridos, rojos y amarillos, y los planté en macetitas en casa. Alguno le di a uno de los chicos. 

Por Juramento, también cerca de casa, hay un cerco del que cae hacia la calle una mata olorosa de jazmín del país. De ahí me llevo, cada vez que puedo, alguna de esas ramitas perfumadas. El problema es que los tallos florecidos son jóvenes y verdes y cuesta cortarlos. Hay que retorcerlos y después dar un tirón. Esa mortificación me mortifica. Me hace sentir cruel y violenta. Además, eventualmente, la gente pasa y mira. Muchas veces pienso que debería llevar una tijerita en la cartera pero al final nunca lo hago. 

El otro día resolví el tema de la manera más sencilla.

Estaba en uno de esos momentos incómodos, cuando de golpe me acordé de la tarjetita de fidelización de Food Emporium, que tengo en el llavero. Alguna vez esa tarjetita apareció en un cuento que nunca terminé. Hablaba de una mujer, que no era yo, que había ido a NYC a visitar a su hijo que no era Pablo y se quedaba en esos días en el departamento de una compañera del chico. El texto quedó a medio camino entre el relato sobre la desazón de esa mujer que no termina de entender el lugar que ocupa en el mundo y una historia doméstica de sustitución de identidades en la que una loca va mutando a medida que descubre o imagina la personalidad de la huéspeda. Había buscado la palabra,  “huéspeda”, que tiene género y se puede usar también en el sentido de quien da alojamiento.

Pero volvamos a lo nuestro. “Revenons à nos moutons”. Es una expresión en francés que uso seguido en las reuniones de trabajo donde la gente tiende a irse por las ramas, lo cual me pone un poco de mal humor. Lo mío es terminemos rápido y después hagamos lo que querramos. Así que retomemos. Estábamos hablando de uno de esos momentos en que retuerzo el tallo para tratar de cortarlo. Se había puesto difícil, no había podido ni romperlo de un tirón limpio ni lo estaba logrando tampoco con el método sanguinario. ¡Si tuviera una tijera! No la tenía. Pero me vino a la cabeza la tarjetita. Busqué el llavero, sujeté el plástico como quien empuña un cuchillo, un cutter, una gillette, doblé la ramita y le hice un corte de un solo saque. Vaya a saber por qué pensé instantáneamente: la navaja de Ockham. Podría haber recordado a Pedro Navaja, a los cuchilleros de Borges, a la Tizona del Cid, a la espada de Damocles, que sé yo. Pero fue así, pensé en Ockham.

¿Saben qué es la navaja de Ockham? La navaja de Ockham es un principio metodológico (¡hablamos de ciencia, aquí!) que dice que cuando hay dos o más explicaciones para un fenómeno, la explicación completa más simple es preferible. Lo enunció un fraile franciscano que vivió nació a fines de 1200. Hay gente pensando bien desde hace mucho, a Dios gracias. Dice la Wikipedia que esta denominación apareció después, en el siglo XVI, y que “con ella se expresaba que mediante ese principio, Ockham ‘afeitaba como una navaja las barbas de Platón’, ya que de su aplicación se obtenía una notable simplicidad ontológica, por contraposición a la filosofía platónica que ‘llenaba’ su ontología de entidades (además de los entes físicos, Platón admitía los entes matemáticos y las ideas)”.

Anoche, cuando llegué a casa después de trabajar, noté que se había aflojado un tornillo de los que sostienen la cerradura. Cuando eso pasa, la puerta roza el marco y se traba un poco al querer cerrarla. La gata ya estaba en dos patas contra el ventanal de vidrio del balcón maullando, abogando por su comida. Yo tenía la cartera colgando del hombro y una bolsa con compras del Carrefour. En el cuento que había escrito sobre la mujer en NYC, la idea era que al volver a Buenos Aires la realidad de su condición se le hiciera presente cuando cambiara la tarjeta de Food Emporium por la de los supermercados Día. No voy a Día. “Es un supermercado estilo soviético”, me dijo un amigo. No sé bien cómo serían los soviéticos pero cierto es que no hay nada en esos de acá que inviten al consumo. Hay pocas cosas y poca variedad de las pocas cosas.  Así que no, en la vida real no tengo un plástico de Día. No sé por qué aclararlo cuando es evidente que el personaje del cuento inconcluso no soy yo.

Vuelvo a la escena. Estaba entrando a casa, el tornillo estaba flojo, yo quería solucionar el tema en ese mismo instante. Tengo poca tolerancia con las cosas que se salen de su lugar, con lo que se rompe, con lo desordenado, con lo que hay que hacer. Buscar un destornillador implicaba dejar las cosas en el sillón de la entrada, soportar que la gata siguiera maullando, buscar la caja de herramientas que es pesada y está guardada en un lugar incómodo. Así que recurrí a la tarjetita. Entró fácil en la ranura, apoyada en una de sus esquinas redondeadas. Le di varias vueltas. Chequée con la uña si la había ajustado lo suficiente. Parecía que sí. Bien por Ockham. Dejé la cartera y la bolsa, fui al balcón a darle la comida a la gata.

Lo del tornillo quizá parezca algo inventado para redondear este texto que iba a terminar con la simple mención de la navaja del monje medieval. Pero sucedió realmente. Me gustan ese tipo de coincidencias que aparecen cuando quiero escribir sobre algo y la realidad me da una mano para cerrar el rulo del relato. Por ejemplo, ahora estoy con un texto de Vila Matas, “Esa bruma espesa”. Me lo mandó en formato digital un tuitero que me vio quejarme por el precio de la edición impresa. Lo estuve leyendo en el viaje de vuelta, en el tren. En la historia, algo importante sucede la noche en que en Cataluña los independentistas proclaman su separación de España. El protagonista ve los acontecimientos por televisión desde su casa aislada, en las afueras de Cadaqués. Y justo después de sacarme el abrigo, de dejar la cartera y la bolsa, pasado lo del tornillo y la comida de la gata, prendí el televisor y vi que los independentistas estaban incendiando Barcelona porque se acaba de conocer la condena a los líderes que encabezaron aquella revuelta segregacionista sobre la que acababa de leer un rato antes.


(Noviembre de 2019)

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