Segundo intento
Volví a la caja de fotos de mamá. Buscaba alguna otra imagen de la infancia aunque no fuera de entre los siete y los diez años, tal como indicaba la consigna original del Taller de Autobiografía, para mirarla con los ojos de hoy. Es bastante acotada la colección para lo que uno supone que debe ser el archivo de toda una vida. Se sacaban pocas fotos antes y, además, con mis hermanos nos fuimos llevando muchos recuerdos. Quedó lo que quedó. Yo soy la custodio. Me comprometí a escanear algunas piezas pero todavía no lo hice. También mis hijos me pidieron que hiciera algo así con nuestro propio archivo familiar.
Encontré dos fotos de dos momentos en la fiesta de cumpleaños de quince de Ana María, que era la mayor de los primos por parte de mamá. Ahora, en este caso, "mamá" es mi madre biológica; en el párrafo anterior "mamá" se refería a mi madrastra. Madrastra me suena horrible porque todos leímos muchos cuentos, escuchamos muchos otros que nos contaron cuando éramos chicos y vimos muchas películas de Disney con hadas y brujas malas. Pero Ana fue una buena madre para nosotros tres. Con mis hermanos es fácil saber de quién hablamos en cada momento cuando decimos “mamá".
En una de las fotos del cumpleaños, en la casa de los tíos, está Ana María, con vestido y zapatos blancos, sentada en un sofá con todos nosotros, los primos, alrededor. Yo, que debía estar por cumplir tres años, estoy parada en el extremo más alejado del fotógrafo y de Ana María que con ojos actuales parece más una mujer de treinta y cinco que una quinceañera. En la escena, tengo una mirada entre triste y perdida, igual que en la segunda, tomada en el patio de la casa. Ahí se me ve todavía más desolada. En ésa estamos posando en un pequeño grupo: a mis espaldas mi hermano mayor, Jorge, que debía tener siete años y, a mi izquierda, mi primo Carlitos, de cuatro. Jorge tiene camisa y corbata aunque se puede ver que llevaba pantalones cortos. Carlitos, en cambio, tiene largos, de sastrería. Y yo, un vestido de organza —recordé esa palabra en cuanto lo vi— con la pollera fruncida y volada, un cardigan y medias y guillerminas, todo blanco. Y esa mirada como desolada.
Aunque era tan chica creo recordar esa noche. Alguien podría creer que no es verdaderamente un recuerdo sino el resultado de haber visto la foto cientos de veces durante todos estos años. Juraría que no, que la mirada a la que le presté atención recién hoy me hizo recuperar algunas sensaciones, como las de la experiencia de circular sola por entre un montón de personas a muchas de las cuales no conocía. Los chicos no jugábamos, quizá porque era una fiesta con pretensiones de formalidad. Tampoco nadie nos prestaba atención. Andábamos por ahí medio perdidos. O yo me sentía así.
El fotógrafo nos había hecho parar frente a la pileta de lavar la ropa, en el patio. Le respondió a alguien que objetaba la elección que nosotros la tapábamos y que no se vería. Resultó cierto salvo por un soporte para el jabón que aparece, medio descolgado, más arriba. Aunque el fondo no es demasiado nítido, sé que es eso porque seguí visitando la casa unos años más. Así que ahí estamos, frente a la cámara puesta a la altura de nuestros ojos. Noto, creo que por primera vez, que Jorge, más alto, nos pone desde atrás una mano en el hombro a cada uno, a Carlitos y a mí. Carlitos tiene una mano suya en su bolsillo del pantalón largo, como si fuera un hombre en una actitud nonchalante, y la otra, suelta al costado del cuerpo. Yo subo la mía derecha hasta tocar la de Jorge y con la otra tomo del brazo a mi primo, que mira al vacío, como para acercarlo a mi cuerpo.
Entiendo lo que le pasaba a esa nena porque me sigue pasando. Entiendo ese extrañamiento, esa lejanía y la imposibilidad de estar plenamente con la gente. Todavía ahora me siento atrapada y ausente en algunos lugares de donde no puedo irme. Todavía ahora me sucede esa especie de mansedumbre resignada que es, sin embargo, casi desesperación por salir del cuadro y volver a mi lugar. En el camino, aprendí el arte del small talk, el de hacer avanzar una conversación, el de mostrarme interesada, el de participar silenciosamente con expresiones de la cara, el de no estar de acuerdo sin expresarlo necesariamente o haciéndolo de una manera polite, el de agradecer a los anfitriones. Me obligo a no dejarme arrastrar por lo que espontáneamente haría, desaparecer sin siquiera saludar, llevarme a la nena a casa.
Hermosos relatos !!!
ReplyDeleteMe encantó el nombre de tu Blog... soy amante de las Moleskine desde que era muy difícil conseguirlas y en cada viaje a NYC cargaba mi maleta con unas cuantas... difícil ejercicio el de estimar cuantas habría de precisar hasta mi próximo viaje.
Y me sentí plenamente identificado en tu último párrafo... ¿como hacerme minúsculo en esas reuniones insulsas, plenas de gente hueca, conversaciones vacías de sentido y sin embargo "tener" que estar... ¡Quien pudiera entonces llevar a su niño al añorado refugio de la casita del árbol!
Margarita! Estoy en el taller de escritura con vos. Qué linda carta a esa niña tímida (que todavía vive dentro tuyo)!!! Quizás, habiendo ya escupido esas palabras, esté más suelta... Quizás, en una próxima reunión, sienta un poquito menos de ganas de escapar sin saludar... Quizás, sólo quizás, alguno de estos días, empiece a disfrutar la compañía, tan ansiada en estos tiempos de cólera, de los otros... En el fondo, todos queremos volver a estar en la placenta de nuestra "madre" (la biológica), con ese amor incondicional, independiente de nuestra personalidad, nuestro físico, nuestro carisma o nuestra timidez, para estar acompañados "toda la vida"! Te acompaño con estas palabras, y andá por más! Soltá esa muñeca que quiere llenar esta "libreta moleskine" (que aún no conozco).
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