De siete a diez
El ejercicio del Taller sobre Autobiografía consistía en elegir una foto propia a una edad precisa, entre los siete y los diez años, para observarla con ojos nuevos, mirarla como si no se tratara de uno mismo, olvidar el relato ya construido sobre la imagen, encontrar algún detalle pasado por alto, formularse alguna pregunta nueva, descubrir algo o nada y escribir.
La coordinadora del taller explicó que la elección de la edad no era arbitraria y que Gaston Bachelard dice que en esos años todavía no se ha instalado el pensamiento crítico, que todavía hay una mirada no contaminada. No sé bien qué es lo que cree que nos contamina luego a nosotros o a nuestra mirada. Quise buscar la referencia, hice un rastreo más o menos rápido en Google pero no encontré nada. Dicho sea de paso, ¿cómo puede ser que no me acuerde de lo que dice Bachelard? ¿Es el que habla de rupturas epistemológicas? ¿Y Khun? Hay una especie de discusión entre ellos, ¿no? Busqué la caja de las fotos que tenía mamá.
Habría preferido no hacerlo y ahora preferiría no haberlo hecho. A medida que revolvía me pareció que no iba a encontrar nada para el ejercicio. No hay fotos mías ahí de entre los siete y los diez años. No se sacaban muchas en aquel entonces. Y, por otro lado, esos tres años, justamente esos tres años, quedaron como un agujero en la continuidad del cuento sobre mí misma. Fue la época en que me fui a vivir con la tía Sara. No entiendo bien por qué le decían Sara. Se llamaba Rosario. Es una especie de apócope pero termina en un salto religioso.
Fui a vivir, me mandaron a vivir, con la tía cuando se murió mamá. Un poco después. Un año después. En ese tiempo, en el medio, pasaba los fines de semana en su casa y volvía con papá, los chicos y la abuela para ir a la escuela del barrio. Cuando pasé a segundo grado, fue al revés: iba a un colegio privado y aprendía piano e inglés y visitaba a papá, los chicos y la abuela los sábados y domingos. Así, hasta que papá se casó de nuevo y volvimos al comienzo. Pero la tía no toleró bien eso. Estaba enojada con el cambio y me atormentaba. Decidí que no quería verla más. Allí quedaron mi ropa de salir, el tapadito con puños y cuello de leopardo, las guillerminas buenas, el baulito colorado como el de las modelos de Vogue, alguna pulserita de oro. Y las fotos. No debían ser muchas pero, por lo menos, debían estar las grupales de segundo, tercero y cuarto grado más la de alguna fiesta escolar y alguna fiesta en la familia.
A la tía Sara no la vi nunca más desde que decidí, sin que nadie tratara de convencerme de lo contrario, que no quería seguir esa especie de régimen de visita de padres separados que venía manteniendo. Más de treinta años después retomé el contacto con mi primo y alguna vez le pedí que me mostrara alguna foto de su madre pero al final, por una cosa o la otra, nunca lo hizo. Se me borró su imagen.
Después me acordé de dos fotos mías que debería haber en la caja de mamá —mamá en este caso no se refiere a mi mamá sino a mi madrastra— pero que no encontré, que son de esa época y que podrían responder a la consigna del ejercicio. Una es de un fotógrafo profesional que pasaba retratando gente en la playa. Es del verano en el que recién había cumplido los siete años, en Chapadmalal. Los tíos me llevaron a unos de los hoteles -el número 9- que había construido Perón. Eso me explicaron muchas veces, que los había construido Perón para que la gente pudiera ir a veranear. Yo tenía una malla de tela azul, con un vivo blanco en el borde de la pechera, breteles finitos que se ataban detrás del cuello y con pollerita. Así le decían a una terminación doble, justo sobre el pubis para que no se viera el triángulo que forma el pliegue con las piernas. Los costados y la espalda eran con punto smock hecho con hilo elastizado. Tardaba una eternidad en secarse.
Me hicieron posar para la foto. Me dijeron que sostuviera una pelota de plástico inflable, con gajos rojos, blancos y azules algo que no se distingue porque la imagen es en blanco y negro. ¿O debería decir en escala de grises? Estoy de espaldas al mar. Me dijeron que me metiera un poco en el agua, hasta las rodillas, para que no se me vieran tanto las piernas torcidas. Un ladrillo en el pilar de la autoestima. Es un concepto que odio el de autoestima, pero es fácil de usar. El agua estaba fría, como siempre, y muy espumosa, amarronada por la arena revuelta en la orilla y el yodo que arrastraban las olas. Tengo el pelo despeinado y enrulado. Corto, porque "vos no tenés pelo para usar largo”. Otro ladrillo. Y me río, porque estaba contenta de que me sacaran una foto. Se me ven los dientes de arriba separados. Los de los costado tardaron en crecer pero empujaron después, se hicieron su lugar y se alinearon bien.
Me hicieron posar para la foto. Me dijeron que sostuviera una pelota de plástico inflable, con gajos rojos, blancos y azules algo que no se distingue porque la imagen es en blanco y negro. ¿O debería decir en escala de grises? Estoy de espaldas al mar. Me dijeron que me metiera un poco en el agua, hasta las rodillas, para que no se me vieran tanto las piernas torcidas. Un ladrillo en el pilar de la autoestima. Es un concepto que odio el de autoestima, pero es fácil de usar. El agua estaba fría, como siempre, y muy espumosa, amarronada por la arena revuelta en la orilla y el yodo que arrastraban las olas. Tengo el pelo despeinado y enrulado. Corto, porque "vos no tenés pelo para usar largo”. Otro ladrillo. Y me río, porque estaba contenta de que me sacaran una foto. Se me ven los dientes de arriba separados. Los de los costado tardaron en crecer pero empujaron después, se hicieron su lugar y se alinearon bien.
Hay otra foto que tampoco encontré. Es del día del casamiento de mi padre con Ana, cuando tenía diez. Estoy al lado de papá. Del otro lado tengo a mi hermano Jorge. Creo que a Eduardo lo habían dejado en casa porque era chiquito. No me pregunten. Se ve una mesa larga, sacada con la perspectiva que tiene la de La última cena de Leonardo. Disculpen la comparación, pero es una manera rápida de explicarlo. En el medio están los novios y hay muchas personas que no conozco ni conocía. Eran compañeros del Partido. Todos están parados, incluso Jorge, con la copa en alto, sonrientes. Yo estoy sentada. Soy la única que no brinda. Sólo miro. Desde abajo.
Un rato antes, en el camino a pie entre el Registro Civil y ese salón, me había separado del grupo y me había ido caminando. No sé adónde iba. Era sólo que no toleraba estar con todos esos desconocidos. Alguien se dio cuenta de que no estaba y me corrió como una cuadra hasta alcanzarme y llevarme de nuevo con todos. No había nadie de la familia. Creo que nadie tampoco se alegraba mucho por ese casamiento salvo, se ve, los camaradas.
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